Unos investigadores han transferido la microbiota de niños no autistas a 18 niños autistas. ¿Cuáles son los resultados? ¿Qué nos dicen sobre el eje intestino-cerebro?
Recordemos rápidamente que el autismo es un trastornos del neurodesarrollo: la comunicación, las interacciones sociales, las capacidades intelectuales y el comportamiento pueden así verse afectadas por este (con, según el caso, la aparición de emociones repentinas, de movimientos repetitivos, un miedo al cambio...)
Se estima que una persona de cada 160 en el mundo presenta un trastorno del espectro autista.
Para empezar, ya se sabía que alrededor de 3/4 de las personas autistas tienen al menos un síntoma digestivo (diarrea, hinchazón abdominal, regurgitación, estreñimiento…) (1). Esto muestra una primera correlación entre autismo y trastornos intestinales.
Pero veamos más concretamente la microbiota intestinal (el conjunto de los microorganismos que colonizan el tubo digestivo) de las personas autistas.
En un ensayo realizado en Estados Unidos y publicado en 2019, investigadores de la Universidad Estatal de Arizona transfirieron microbiota de niños normotípicos (que en este caso significa "no autistas") a 18 niños con autismo (2). Los resultados son sorprendentes y prometedores: esta transferencia dio lugar a una reducción significativa de los síntomas gastrointestinales y de los síntomas autistas en las 18 personas.
Más concretamente, el tratamiento redujo la gravedad de los síntomas gastrointestinales en aproximadamente un 80 % y los síntomas del trastorno del espectro autista en aproximadamente un 24 % al final del experimento (3). Esta mejora continuó incluso dos años después del ensayo en los 18 niños, con un 59 % de reducción de los trastornos intestinales y hasta un 47 %, esta vez, de reducción de los síntomas autistas.
Además, 13 niños presentaban un trastorno autista grave al inicio del estudio, pero sólo 3 niños al final del mismo. Por último, 8 niños abandonaron completamente el espectro autista tras este tratamiento.
Sin embargo, cabe señalar que los trasplantes de microbiota fecal no están exentos de riesgos (infecciones, transferencia de bacterias resistentes a los antibióticos…)
Vayamos más lejos: se sabe que la colonización bacteriana del intestino comienza durante el desarrollo prenatal. La composición de esta primera microbiota podría tener efectos tanto beneficiosos como perjudiciales, en el desarrollo del feto. Una mala alimentación, una infección microbiana o un estrés metabólico pueden alterar la flora intestinal e influir así en el desarrollo neurológico del feto, lo que provocaría cambios de comportamiento de por vida.
Por otra parte, un estudio realizado por el Instituto de Tecnología de California demostró que la creación de una infección vírica en ratones preñados provocó el nacimiento de cachorros menos sociables y más ansiosos que los otros ratones. Estos ratones parecían carecer de la especie Bacteroides fragilis. Una vez alimentados con la bacteria en cuestión, los cachorros autistas experimentaron una disminución de sus problemas digestivos y sociales (4).
Todos estos estudios y consideraciones nos recuerdan, de manera más general, el vínculo crucial entre intestino y cerebro.
Varios estudios ya habían tratado sobre este eje intestino-cerebro. Por ejemplo, unos investigadores ya habían logrado cambiar el comportamiento de dos ratones intercambiando su microbiota. Al cambiar la microbiota, los ratones curiosos e intrépidos se volvieron tímidos y viceversa. (5).
Por su parte, el intestino humano, aun así, contiene de 200 a 500 millones de neuronas. Se trata de un verdadero sistema nervioso por derecho propio: el sistema nervioso entérico. Aunque esto representa muchas menos neuronas que el cerebro humano (que tiene 90.000 millones), 200 millones de neuronas equivalen al cerebro de un gato o un perro pequeño. Por eso, en la actualidad se suele hablar del intestino como un “segundo cerebro”.
¿Cómo se comunican con las neuronas del cerebro estos 200 millones de neuronas? Por dos medios: la información eléctrica pasa por los nervios y la información química por la sangre.
Por ejemplo, el 95 % de la serotonina (un neurotransmisor que regula ciertos comportamientos como el humor o la emotividad), está directamente producida en el intestino.
De hecho, los estudios han demostrado un desequilibrio en la composición de la microbiota intestinal (un exceso de “bacterias malas” en relación con las “bacterias buenas”) en roedores con comportamiento depresivo (6). Lo mismo ocurre en los seres humanos: un estudio realizado en 37 individuos que sufrían depresión descubrió, entre otras cosas, una infrarrepresentación de Bacteroidetes y una sobrerrepresentación del género Alistipes en el intestino de los pacientes deprimidos (7).
Los probióticos son, como los define la OMS, “unos microorganismos vivos que, cuando se ingieren en cantidad suficiente, tienen efectos positivos para la salud, más allá de los efectos nutricionales tradicionales”. En la actualidad se utilizan ampliamente para ayudar a restablecer el equilibrio de la microbiota intestinal.
Algunas cepas se estudian especialmente por sus efectos positivos sobre el cerebro, y por tanto sobre el comportamiento, el estado de ánimo, las emociones... Un meta análisis publicado en 2016, que identificó 25 estudios en animales y 15 ensayos clínicos en humanos (8), destacó en particular ciertos microorganismos:
Estos microorganismos asociados se encuentran en los probióticos multicepas que se toman en caso de trastornos del estado de ánimo, de depresión o desmotivación (como Lactoxira).
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